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TRAZOS
AÑO III - VOL I
OCTUBRE 2019
ISSN 2591-3050
Si tuviésemos que apostar por un lugar donde morar entre la Filosofía y la Literatura, sería el
espacio común a ambas habilitado por la escritura. Una escritura con aires de artista, porque no
es una entidad abstracta sino una apuesta y puesta en acción que hace con lo que dice: es
performativa. Una escritura poeta, que metaforiza los mundos que crea. El poeta es quien hace
con las palabras, expresa, transmite vivencias, afectos, pluriversos. La escritura se forja como
acto poiético. En tanto invención se encuentra al abrigo de la creatividad y el deseo, su cuota de
razón es un agregado menor –quizás como prerrogativa a fin de un mínimo de comunicabilidad–.
Resulta que se pueden abrir un sinfín de lazos que se trenzan entre las palabras y los silencios.
Si podemos estimar al pensamiento como un gesto que pretende dotar de orden a través del
lenguaje y, este último puede ser pensado como una herramienta que excede la acción comuni-
cativa y ordenadora; esto es, no sólo se habla para decir, sino que también el acto de callar dice
y, a la par, se decide qué se dice o no y cómo se dice. Somos amos parciales de nuestras palabras,
al menos en la posibilidad mínima de decisión: siempre decimos más de lo que nuestra razón
cree decir. En la literatura el lenguaje es también un gesto político.
La Literatura encarna así, el traje de la acción. Se escribe desde un lugar, una biografía, se
escribe porque no se da más, porque el pensamiento desborda. Se escribe como gritando, para
hacer extensivo el pensar en forma de signos: se escribe porque se huye, porque el pasado es
más tibio o la utopía aún no ha llegado. Porque hay denuncia, indignación, angustia, lamento,
memoria, deseo. La Literatura, al igual que la Filosofía, tiene como telón de fondo la vida. Esce-
nario donde acontecen en simultáneo ficciones discursivas que se tensionan, contradicen,
retroalimentan, disparando multiplicidades de sentidos posibles que atraviesan nuestros cuer-
pos y modos de habitar (nos).
Los engranajes de la acción no se activan sino a través de una invitación: el deseo es lo que
moviliza, la pulsión es donde habita tal movimiento. La acción hecha cuerpo-lenguaje en la
mano que dibuja trazos, en la espalda encorvada de quienes trabajan la tinta y el papel, en quie-
nes escuchando, sintiendo y pensando en interlocutores que aún no existen (porque siempre
están por dibujarse, por recrearse), habitan las vidas posibles de esos personajes: la acción
encarnada en la escritura precisa de cuerpos deseantes. Cuando no hay deseo se torna nula la
posibilidad de transgredir y desdibujar los límites establecidos que definen qué es Filosofía y
qué Literatura. Qué decir de los cánones, que eclipsan aquellas escrituras menores no favoreci-
das por el discurso amo. No somos disecadores de textos que estamos para clasificarlos. Textos,
cuerpos vibrantes que desbordan los casilleros que inventamos para ordenarles. El orden, ese
pertinaz gusano intelectual de Occidente. ¿Seremos guardianes de categorías de mausoleo o
experimentadores de las singularidades que se tejen en los textos? Cocinar sentidos también es
poner nuestra corporalidad, dar cuerpo a nuestras palabras.
Quizás, el mejor de los mundos posibles resulta utópico entendido desde los límites de una
ontología que en sí misma posee límites, más, desde el campo literario, la virtualidad del como
si nos arroja ante el poder intempestivo de la imaginación: es posible jugar en los intersticios,